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Cuestionarlo todo

de Juan Pablo Campos

KASBLog: análisis y opinión

Es posible admirar el pasado, atesorar sus lecciones y reconocer en las instituciones democráticas actuales el extenuante esfuerzo de sus precursores; pero en todo momento conviene tener presente que la empresa del legislador (y la del político), como la de los pintores, no concluye nunca, pues “jamás sus cuadros son tan perfectos”.

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“Los hombres y las ideas avanzan, en parte, por parricidio; mediante el cual los hijos matan, si no a sus padres, al menos las creencias de sus padres, y adoptan nuevas creencias”. Así, arrinconado en la esquina de un espantoso diván amarillo setentero, con su característico traje claro de tres piezas y su peculiar voz, que le permitía concatenar largas y complejas frases a una velocidad inalcanzable, pero sin el más mínimo atropello, imprecisión o tropiezo, Isaiah Berlin respondía a Bryan Magee en la primera de la que fue una serie de quince programas, bajo el título Hombres de ideas, que se transmitieron por la BBC durante los primeros meses de 1978: “Si los presupuestos no se examinan y se dejan al garete —vaticinaba el extraordinario profesor, como siempre, sin respiros ni silencios— las sociedades corren el riesgo de osificarse; las creencias, endurecerse y convertirse en dogmas; distorsionarse la imaginación, y tornarse estéril el intelecto”[1].

¿No será que, en este mundo de contradicciones, a fuerza de haber ignorado los sabios consejos de aquel hombre que supo ver la historia como un zorro y un erizo, nuestra sociedad y nuestro intelecto colectivo se han osificado?

Los movimientos políticos, llámense “poco ortodoxos”, de nuestro tiempo han manifestado un sincero desencanto y descontento con el quehacer político y con el régimen democrático que lo sustenta. Con un atrevimiento que parecía superado enteramente, los extremos de nuestra civilización, tanto en la izquierda como en la derecha, han utilizado los fallos de la política contemporánea para emprender una batalla sin tregua ni descanso en contra de la democracia y de las instituciones que la sostienen. La legitimidad del sistema democrático de convivencia está hoy en entredicho.

Debe convenirse, empero, en que dichos fenómenos políticos han dejado en evidencia, quizá con mucho mayor claridad, la absoluta falta de capacidad autocrítica e imaginativa de la política tradicional. Ante los populismos que asolan la democracia, su propuesta ha consistido en la defensa acrítica de un pasado idílico, admirado con una dogmática devoción que parece acrecentarse con la ininterrumpida serie de derrotas electorales.

La nostalgia por una etapa extinta de la marcha de sucesos históricos resulta, sin embargo, eo ipso utópica, pues exige la invalidación del nexo inescindible entre causas y efectos históricos. Los anhelos románticos por épocas pasadas (con independencia de su reciente acontecer) representan el estrafalario afán de desmantelar la lógica inexorable de los acontecimientos. Si fuera posible reproducir las condiciones del pasado, se fragmentaría enteramente la casualidad histórica, “lo cual, dado que no podemos evitar pensar en sus términos, es psicológicamente imposible, además de irracional y absurdo”[2].

Lo ilógico del planteamiento subsume, además, su ineludible inviabilidad política. Paradójicamente, ante el innegable rechazo popular de las fórmulas políticas que han caracterizado las últimas décadas, la “política de siempre” (como le llama con menosprecio el populismo contemporáneo) ofrece a la sociedad, bajo la autoindulgente asunción de que “si antes estábamos mal, ahora estamos mucho peor”, precisamente aquello que ésta, en repetidas ocasiones, ha repudiado al enfrentarse a la boleta electoral.

Y lo que es más grave —y en opinión de quien suscribe estas líneas, francamente reprochable— es que, frente a los triunfos del populismo, vueltos costumbre en ambas direcciones del espectro político, se pretende achacarlos (en una actitud adicional de complacencia) a la ignorancia del ciudadano, supuestamente pervertida por las dádivas y promesas del extremismo. ¿Cómo explicar entonces que el mismo electorado que hoy ha dado su confianza a la demagogia, le negó antes, incluso en repetidas ocasiones, el acceso al gobierno? ¿Será el envilecimiento de su incompetencia, producto del electoralismo, lo que le ha hecho cambiar de parecer, o su frustración exacerbada por lo mucho que se ha hecho mal en el pasado? En todo caso, el proceder de la política tradicional desgasta innecesariamente el principio de legitimidad de las decisiones democráticas y polariza —quizá en la misma medida en que lo hacen demagogos de izquierdas y derechas—, distinguiendo inútilmente entre el nosotros, “los del voto razonado”, y el resto.

Son urgentes, por tanto, en defensa de la democracia y sus instituciones, acciones que sirvan de revulsivo moral y generen una transformación sincera de las actitudes y los comportamientos sociales, que revitalicen el espectro político que aquí se ha denominado como “política tradicional”.

El político tradicional haría bien en recordar que el desarrollo histórico de la civilización occidental constituye el relato de un inacabado e inacabable método heurístico que posibilita a las sociedades —y a la política— descubrir soluciones racionales a las coyunturas específicas de un lugar y tiempo determinado. Se trata, claro está, de la historia experimental de siglos —auténtico “tesoro teórico” y “banco de experiencias prácticas”[3]— en busca de una fórmula política para que las personas vivan en libertad. La autocrítica es, por tanto, su primum movens; cualquier propuesta política que no parte de un profundo y sincero cuestionamiento de lo que en el pasado se ha hecho y defendido está destinada a fracasar.

Con una nueva disposición siempre abierta a los cambios justificados y con una “fe profunda en la acción política y en el derecho”, como afirmara Efraín González Morfín, debe iniciarse con “un examen a fondo de las instituciones que establece el orden jurídico, para dar vigencia real a aquellas que respondan a los requerimientos de promoción humana y a las exigencias actuales de participación personal y para modificar o suprimir aquéllas incapaces de cumplir tales fines”[4].

Es posible admirar el pasado, atesorar sus lecciones y reconocer en las instituciones democráticas actuales el extenuante esfuerzo de sus precursores; pero en todo momento conviene tener presente que la empresa del legislador (y la del político), como la de los pintores, no concluye nunca, pues “jamás sus cuadros son tan perfectos”. ¿O habrá acaso un político “tan desprovisto de sentido que desconozca que ha dejado necesariamente una porción de trazos imperfectos, que hay necesidad de que corrija otro que venga detrás, con el fin (…) de que el buen orden que ha establecido en el Estado, en lugar de decaer, vaya siempre perfeccionándose”[5]?

En esta medida, lo que se requiere es una cierta dosis de pragmatismo —o mejor dicho, de rebelde conservadurismo— que tenga la capacidad de cuestionar sus propios presupuestos, mediante el reconocimiento, necesario e inexcusable, de que el cuadro del Estado moderno no es todavía tan perfecto que no pueda añadirse algo, haciéndolo aún más bello y más expresivo. Sólo entonces, al identificar claramente el nexo inescindible entre causas y efectos que han dado lugar al presente tiempo, y a través de la asunción de que la duda racional y el compromiso imaginativo constituyen el fundamento sine qua non del régimen democrático, podrá éste relegitimarse, con la tangible transición de la “política de siempre” a la “Política verdadera”. Solo así, podrán combatirse con esmero, y con absoluto raciocinio y precisión, el populismo y las causas del populismo.

“Si ha de despertarse la imaginación; si ha de trabajar el intelecto, si no ha de hundirse la vida mental, y no ha de cesar la búsqueda de la verdad (o de la justicia, o de la propia realización), es preciso cuestionar las suposiciones; ponerse en tela de juicio los presupuestos; al menos, lo bastante para conservar en movimiento a la sociedad”. Así, acomodándose en el dantesco sillón y sin un segundo sin pausa, concluía Berlín: “De esto es de lo que dependen el desarrollo y el progreso”[6].

 

[1] B. Magee et al., Los hombres detrás de las ideas, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 18.

[2] I. Berlin, The Sense of Reality, Farrar, Strauss and Giroux, Nueva York, 1996, p. 4.

[3] T. Garton Ash, «El futuro del liberalismo» (Trad. Ricardo Dudda y Daniel Gascón), en Letras Libres, México, 1 de marzo de 2021. (Disponible en: https://letraslibres.com/revista/el-futuro-del-liberalismo/).

[4] E. González Morfín, Textos Selectos (Comp. Carlos Castillo), Partido Acción Nacional, México, 2018, p. 55.

[5] Platón, Las Leyes, Editorial Porrúa, S.A. de C.V., México, 2017, pp. 156-157.

[6] B. Magee et al., op. cit., p. 18.

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